Llevo tan sólo una semana en Nigeria, pero siento como si
llevara aquí una vida entera...
No sé si es por la exagerada lentitud con la que suceden las
cosas o por el caótico desorden a mi alrededor. Mágica mezcla de
contradicciones que activa el hechizo y me hace sentir que estoy atrapada en
otra dimensión: Lagos, la ciudad impredecible, ese rincón de África en el
que todo puede suceder.
El aire acondicionado dejó de funcionar hace días. El calor
es tan húmedo que los papeles se deforman y adquieren una textura pegajosa...
aquí todo es pegajoso, como el sudor, y es tan húmedo el ambiente que en mi
ropa ha crecido ya una colonia de fungis.
El tráfico es efervescente. La calle se colapsa, siempre se
colapsa, pero nunca se detiene. Motoristas sin casco, ciclistas sin carril,
autobuses que hace muchos años fueron amarillos y coches, con más abolladuras
que kilómetros recorridos, avanzan rítmicamente al son del piip-piip. Un hervidero
de peatones, mirones y vendedores ambulantes ofreciendo todo tipo de
mercancías: relojes, zapatos, galletas, pescado ahumado y hasta cachorros
recién nacidos. Todo se puede comprar en las calles de Lagos, basta
bajar la ventana, preguntar el precio, regatear, regatear, regatear y soltar
unas cuantas nairas. Así de fácil. Así de rápido. En un lugar en el que
todo es posible, los límites los pone tu propia imaginación…
Imagina que de pronto el bullicio se convierte en silencioso
rumor y el asfalto se transforma en estrechos canales de agua verdosa, y que en
vez de autobuses incoloros, o coches abollados, son canoas de madera las que se
desplazan, lentamente, junto a ti. Así es Makoko, el paraíso
olvidado, una mística aldea flotante que huele a pescado ahumado y sabe a
pura magia.
Miradas inquisitivas me analizan. Una mezcla de
curiosidad y asombro se apodera del ambiente. Ojos y cabezas se amontonan en
la ventana de una casa vecina. Se asoman, me miran, comentan,
sonríen. Algo pasa en Makoko, alguien ha llegado de fuera. El color de mi
piel me delata extranjera.
La voz se corre como pólvora: un oyibo - que en
yoruba significa blanco - busca a un pescador para recorrer los
canales con su canoa de madera. En un respiro me encuentro rodeada de
gente. Mucha gente. Taju Deen mi recién adquirido amigo, y traductor de la
etnia Yoruba, habla con los aldeanos y me comenta lo que dicen. En poco tiempo
el arreglo está hecho, sólo queda esperar.
A lo lejos aparece Nóe, empujando con un largo palo y
moviendo graciosamente la canoa. Sonríe, saluda, se acerca. Sonrío, saludo y
meto los pies en el agua estancada para subir a su canoa. Me coloco en la
punta. Taju Deen, que se ve muy nervioso y tenso, se sienta en el medio. Nóe en
el otro extremo. Taju me dice que tiene miedo, que no sabe nadar, que es la
primera vez que se sube a una canoa. Sonrío y bromeo con él. Lo tranquilizo.
Ahora él también sonríe.
Las casitas, muy austeras, son de madera rancia y están
artesanalmente suspendidas entre canales de agua, en los que flotan lirios y
quién sabe cuántas cosas más.
Mujeres, con grandes sombreros de paja y vestidos de mil
colores, se acercan en canoas vendiendo ropa, fruta, pan, dulces y comida
casera. Otras mujeres se entretienen trenzando sus rizadas melenas. Las madres
amamantan a sus críos. Las más jóvenes lavan la ropa en el canal.
Hay niños, jugando como niños, entre las pasarelas
flotantes. Otros niños, adultos prematuros, sacan con redes los frutos del mar.
El humo, muy denso, muy blanco, sale de las casas e inunda
el paisaje; le da un toque mágico, místico. El olor a pescado recién ahumado
impregna el ambiente, me impregna la piel, los ojos, las manos. La vida pasa
flotando. Los minutos pasan volando. Es hora de volver, pero nada será
igual: Makoko se impregna en el alma.
TEXTO Y
FOTOS © Alejandra Ramírez Martin Del Campo
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